No me concentro. Tengo un día complicado. Paseo y doy vueltas por la mañana de una ciudad que va pulsando los botones de encendido y funcionamiento. Entro en una librería y salgo con un libro de poemas de Malcolm Lowry. Desconocía que escribiese poesía y pienso que todo lo que sé de él es lo que he encontrado en los pasajes escuetos de Bajo el Volcán, uno de esos libros que he ido posponiendo por miedo a que pase demasiado deprisa por mi vida... otra de esas estupideces que uno nunca deja de acometer. Me siento en la Plaza de las Pasiegas. Hay tránsito de periódicos, zapatos y paradas de desayuno.
Lowry es una de las búsquedas más vertiginosas de la autodestrucción que me he cruzado. Es desgarrador queriendo, a toda costa, mirar como cotidiano lo desesperado. Las cantinas, Venus, El Idioma del dolor del hombre... Lowry mira y habla con voz dejada, o tal vez rajada, como un barco cada vez más agrietado que indefectiblemente navega hacia el norte.
Como hombres sentados en plazas que desearíamos ver vacías, para sentirnos más autorizados moralmente a ciertos miedos, más conocidos, menos hondos; Para no plantearnos miedos de palabras comunes, y de hombres y mujeres comprobando el reloj; de perros al sol y repartidores; de te llamo en cinco minutos o simplemente no quiero llamarte, de bibliotecas ya abiertas y deberías estar en otro sitio trabajando o tal vez mirando todos los espejos oblicuos de la ciudad.
Hombres con abrigo azotados por el vientoNuestras vidas, no lo lamentemosson como cigarrillos frenéticosque en días de tormentalos hombres encienden contra el vientocon hábil mano protectoray después se encienden tan a fondocomo deudas que no podemos pagary se fuman tan deprisa a sí mismosque uno casi no tiene tiempo de encenderuna segunda vida que podríadesarrollarse más blandamente que la primeray en definitiva no saben a naday por lo general se tiran.
0 comentarios:
Publicar un comentario