miércoles, 25 de junio de 2008

Breves batallas. Elena no envía postales.

Debido a un exceso de cortesía por ambas partes, ni Elena quiso preguntar si ya le había enviado su carta ni yo me aventuré a preguntar si la misma había llegado. Ella no quería meter prisas y yo no consideraba correcto pedir impresiones antes de que la destinataria tuviera a bien dármelas. El caso es que la carta en cuestión ha desaparecido. No debería sorprendernos; no es nada nuevo. La correspondencia entre Elena y yo adolece de una suerte de maldición bíblica que, a veces, nos lleva a plantearnos la filiación mefistofélica de los funcionarios de correos, o el desasosiego que provocaría la llegada imprevista de una multitud de postales y sobres apaisados demasiado idealizados ya, en imágenes y letras, con el paso del tiempo; también la inquietud ante la idea de leer o dejarlos en el limbo particular de su momento.

Entre tanto Elena continúa viajando. Yo continúo esperando postales. O tal vez solo diciendo que espero postales. Las siguientes líneas son una pequeña maldad, un justificante que me remití a mi propia dirección hace ya tiempo.

Elena no envía postales
(Justificante probable)


Elena descenderá en un aeropuerto que, como a todos, temo.

Seguirá la ruta exacta que le marqué un día de enero, cuando intentaba hacerle un esbozo de los pasos dados por los protagonistas venecianos de La Cita de Poe mientras alguien nos hablaba, inútilmente, del origen del indoeuropeo. Caminará a intervalos y también recordará, entrando en una tienda ínfima, aquello del amontillado en Carnaval, y sin venir a cuento se verá preguntando por las máscaras que, no sé si sospecha, un verano me quitaron el sueño.

No tendrá hambre y ha de hacer hora hasta que abran el Palazzo Ducale, por lo que Elena recortará calles, casas y sombras que parecen descender al guiado de la línea 4 a la altura de Gare de l’Est y se disipan en la salida de Montparnasse, descrita en una guía que yo estaré deshaciendo a fuerza de intentarla atravesar con los ojos, con las manos. Y sé que después, mientras me tatúo el comienzo del tercer spleen en el ánimo, Elena llevará en los dedos un par de orquídeas que cortó sin permiso de mi recuerdo personal y que, entrando al cementerio, seguro dejará sobre la tumba de Baudelaire, tan cercana y ajena a mis fotografías.

Finalmente, después de alguna duda preliminar, se pondrá el cielo de Venecia en el pelo y decidirá que ésa es la foto más adecuada para acompañar mis envidias. Pero a punto de apretar el bolígrafo, Elena vacilará en un silencio de varios compases y, tras un par de amagos, devolverá las cosas al bolso mientras piensa a fe cierta que no tiene nada interesante que contarme.


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Fotografía: flickr. Para ver los datos de la foto pulsa aqui.