domingo, 24 de febrero de 2008

Marcapáginas. Pasos de Baile

Los chicos estaban sentados a la mesa. El hombre los miró. A la luz de la lámpara, creyó ver algo en sus caras. Algo agradable o desagradable. ¿Quién podía saberlo?

—Voy a apagar la televisión y a poner un disco —dijo el hombre—. También vendo el tocadiscos. Barato. ¿Cuán­to me dais por él?

El hombre acabó su whisky y se sirvió otro. Luego encontró la caja de los discos.

—Elige algo —animó a la chica, y le tendió los discos.

El chico extendía el cheque.

—Ahí tiene -contestó la chica eligiendo uno, uno cual­quiera, porque no conocía los nombres de las tapas. Se levantó de la mesa y se volvió a sentar. No quería estar sentada y quieta todo el tiempo.

—Estoy poniendo el importe —anunció el chico.

—Claro —dijo el hombre.

Bebieron. Escucharon el disco. Luego el hombre puso otro.

¿Por qué no bailáis?, decidió decir; y lo hizo:

—Eh, chicos, ¿por qué no bailáis?

—No, no —dijo el chico.

—Venga —insistió el hombre—. Es mi jardín. Podéis bailar si os apetece.


Abrazados, con los cuerpos muy juntos, el chico y la chica se deslizaban de un lado a otro por el firme de la entrada. Bailaban. Cuando se acabó el disco, bailaron con el siguiente, y cuando se acabó éste el chico de­claró:

—Estoy borracho. Y la chica negó:

—No estás borracho.

—Sí, estoy borracho.

El hombre dio la vuelta al disco, y el chico repitió:

—Lo estoy.

—Baila conmigo —le pidió la chica al chico, y luego al hombre; y cuando el hombre se levantó, avanzó hacía él con los brazos abiertos.

—Esa gente de allí. Están mirándonos -observó la chica.

—No pasa nada —dijo el hombre—. Es mi casa.

—Que miren —dijo la chica.

—Eso es —la apoyó el hombre—. Creían haberlo visto todo en esta casa. Pero no habían visto esto, ¿eh?

Sintió el aliento de la chica en el cuello.

—Espero que te guste la cama.

La chica cerró los ojos; luego los abrió. Pegó la cara contra el hombro del hombre. Y atrajo su cuerpo hacia sí.

—Debes de estar desesperado o algo parecido —le dijo


Fragmento de "¿Por qué no bailáis?" de Raymond Carver, en

Raymond Carver: "De qué hablamos cuando hablamos de amor".
Anagrama. Barcelona, 1993. Traducción de Jesús Zulaika.


miércoles, 13 de febrero de 2008

Edad

He cumplido años... a quién se le ocurre, a mi edad...

Ojalá pudiese no pensar en ello.

Caen como balas. Y están ahí, mientras pido o leo una carta del extranjero. Lesiones curiosas, a veces ínfimas, pero también rematadamente hijas de puta. Ya decía Vallejo hablando de los golpes... son pocos; pero son.

Calzado con las all star que Be me regaló en recuerdo de otros días, con un disco sonando mil veces, entre palabras estratégicas, estrategas, uno se descubre aferrado a pequeñas luces, no sin una sensación complicada clavada en la espalda...



Estas noches encerrado en casa
en vez de rastrear por esas calles,

en vez de regresar por la mañana,

escucho algunos discos de antes.

Estas noches encerrado en casa,

a salvo de encontrarme contigo...

hay veces en que espero una llamada

con tal de no cruzarme conmigo.


Sólo trato de mirar el pasado

sin dejar que el corazón se arrepienta.

Yo tampoco estoy preparado,

siempre dejo alguna puerta entreabierta

entre tú y yo.


Lenta pasa la tormenta

y los gatos tiemblan sobre el capó.

No me enseñes lo que ya aprendí,

no me digas lo que pude hacer

mucho mejor.


Estas noches encerrado en casa,

tan lejos de mis viejos amigos...

hay noches que no encuentro casi nada

de todo lo que ayer era mío.


Y sólo trato de mirar el pasado

sin dejar que el corazón se arrepienta.

Yo tampoco estoy preparado,

siempre dejo alguna puerta entreabierta

entre tú y yo.


Lenta sube la marea

cuando surge la primera canción.

No me enseñes lo que ya aprendí,

no me digas lo que pude hacer

mucho mejor.

miércoles, 6 de febrero de 2008

El ojo de la mujer

Un caso de buscada casualidad. Me explico: Soy usuario casi diario de las diferentes bibliotecas de la ciudad; nunca he estudiado en otro sitio y son lugares ideales para desaparecer a ratos. Recuerdo estar peleando con algún tema de la puñetera oposición. Había, hay días así; es inevitable. Solía poner un pequeño cartel en el pupitre con dos mensajes a utilizar según conveniencia o circunstancias; por un lado decía: "Estado de concentración total. No agitar. No tocar. Peligro. Abstenerse". Al girarlo el mensaje era otro: "Por lo que más quiera: ¡Interrúmpame! cualquier tema será gratamente recibido". Hay días así; se intenta a toda costa lanzarse sobre cualquier cosa que te agarre y saque de aquello. En mi caso, el vagabundeo por las estanterías es una balsa agradable al tiempo que firme, y la elección casual de un tomo, una costumbre que espero no perder. Fue en una de esas que me vi leyendo, de pie, apoyado en la estantería, El ojo de la mujer, un pequeño tomo de poesía que me acompañó a casa y a otros tantos sitios. El día que tuve que devolverlo a la biblioteca entré directamente a buscarlo en la librería. Hoy sigue siendo una lectura asidua.

También hoy leo en la cuestionable sección de cultura del diario Ideal de Granada una reseña mientras disfruto en un bar de mi cotidiano encuentro fugaz con el café: Gioconda Belli gana el 50º premio Biblioteca Breve con "El infinito en la palma de la mano". Y miro, y ojeo la noticia tranquilamente, con la taza de café en el duro oficio de calentarme las manos. Es un encuentro madrugador y amable con una cara conocida, con la cara que firmaba aquellos versos de El ojo de la mujer.

Nunca había visto describir una desnudez del modo en el que ella lo hace. Siempre es lo primero que me viene a la mente; no había visto una desnudez como esa. La mujer desde todos los ángulos, se va desplegando como mujer-poema; ya sea desde su propia contemplación o desde la que le devuelven los ojos y cuerpos ajenos. Se extiende como si cada elemento, dedos, pelo, pecho, o curva de su piel enraizase con una naturaleza primigenia, reafirmando su capacidad creadora; naturaleza y mujer-poema, la cual va creando sobre sí misma. Siempre me da la impresión de adentrarme en cierta mística, cierta nocturnidad; en una calma lunar al volver a sus poemas. Algo secreto de lo que se sonríe ante mi incapacidad, pero también algo que la hace estremecer. La conciencia de su sexo, de sus identidades, de su forma, de sus certezas, se cruza en carriles con el descubrimiento de sus movimientos, de sus edades, de sus violencias y bajadas a los sótanos, de sus re-nacimientos y des-nacimientos. He ahí el ojo de la mujer.


Le había hablado a Be de aquel libro. Creo que le hablé más de lo que suelo, y eso debió parecerle extraño. Un tiempo más tarde, citándome en Gran Vía me regaló -sutilmente atravesado por un marcapáginas con fragmentos de un himno de Baudelaire- Apogeo, otro libro de poemas posterior. Allí está el apogeo de esa imagen reflejada en cada ámbito, esquina, papel o piel. El apogeo plantado en la encrucijada de la plenitud y también de los miedos. Re-creándose; desplegándose y contrayéndose como letras o cuerpos en contacto; lanzando sus raíces en movimientos cargados de erotismo y sabiduría, la mujer-poema se descubre.

No me arrepiento de nada

Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar
aquellas que pude haber sido;
las mujeres primorosas,
hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre.
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios;
de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la "niña buena", la "mujer decente"
la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
-ellas habitando en mí queriendo ser yo misma-
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones
a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena
de causas justas, hombres hermosos,
y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios
-en horas de oficina-
y rompí lazos inviolables
y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros
me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando;
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena.
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser.

Gioconda Belli. Apogeo
Colección Visor de Poesía