Martin fue el primero en llegar, y ya se encuentra sentado en la cornisa con las piernas colgando. Era un famoso presentador de televisión hasta que se hizo público un lío amoroso con una joven de quince años y toda su vida hasta la fecha se fue a la mierda. Una temporada en la cárcel, el ostracismo, y el cuchicheo constante de cuantos le ven pasar a su lado. Nada mucho mejor que estar allí, en lo alto del Toppers' House, pensando qué hay que pensar en esos momentos.
Maureen llegó un rato después; tanto tiempo preparándolo y al llegar arriba descubre que no había previsto lo de la valla de seguridad. Pero hay un hombre allí fuera sentado, y él sí ha traído una escalera. Maureen ya no es ninguna joven y lleva toda su vida repitiendo el mismo día, consistente en cuidar de un hijo incapacitado y acudir casi a diario a la iglesia. Así que la celebración de nochevieja es una fecha tan válida como puede serlo cualquier otra.
Jess, por su parte, que se encuentra en una fiesta de okupas en el mismo edificio, ha decidido después de siete Bacardi Breezers y dos latas de Special Brew, que, tras la ruptura con su chico, lanzarse de la azotea profiriendo toda clase de maldiciones y votos, tal vez no sea lo más adecuado para la hija de un ministro laborista, pero, en cambio, sí es la manera más rápida de aligerar el peso, la soledad y también la considerable borrachera que siente esa noche.
Entre tanto, JJ llevaba una pizza para entregar a un edificio de apartamentos del norte. Se sigue preguntando qué cuernos pinta allí, en el edificio, bueno en Londres, bueno... allí. El asunto es que ha decidido que tampoco la azotea del edificio de los suicidas es la peor opción en una comparativa; recapitula: "A ver... tu grupo se fue a la mierda, viste que se había jodido la música que era todo lo que querías hacer en la vida, ahora repartes pizzas y ADEMÁS rompiste con tu chica, que era la única razón por la que estabas en este jodido país. Sí, claro; ya veo por qué te has acabado subiendo aquí arriba". Solo que al llegar a la azotea encuentra a una adolescente chillona y chiflada, una mujer de mediana edad con pinta de asistenta, y a un presentador de un programa de entrevistas de la tele con cara de torta. "No pegaban nada el uno con el otro. El suicidio no se inventó para gente como ésa. Se inventó para gente como Virginia Woolf y Nick Drake." Pero allí está; con ellos. Con una pizza debajo del brazo y una cita de Raymond Carver en la cabeza.
No hace demasiado compré En picado, otra novela de Nick Hornby. Llevaba tiempo queriendo leerla. La compré una tarde y leí las primeras 160 páginas esa misma noche en la barra de un café. Guardé las restantes 160 para unos días más tarde ante la posibilidad de que todo se me esfumase demasiado rápido como para poder comentar conmigo mismo. Tras algo mas de una semana de por medio, hace unos días se acabó de deslizar la última página. En picado es una historia de desencanto. De suicidas sin caer en melodramas ni monólogos de filiación decimonónica; de una azotea en la que concurren cuatro puntos de vista enfocados en plano picado, para ir lentamente y poco a poco girando sobre sí y convertirse en una cámara subjetiva que va guiando la narración. He recogido trocitos de esos puntos de vista; de sus miradas, sus pasos y sus blasfemias (perdona, Maureen), y sobre todo del concepto vedado de la conciencia de la infelicidad. ¿Es malo? Quién sabe. Aunque parece estar más claro es que no está muy bien visto ser consciente de la infelicidad y estar cabreado por ello y dispuesto a cortar por lo sano. Tampoco hay ningún decreto ley por el que se deba nacer con una voluntad titánica de serie para sobreponerse a ella.
"...decirme a mí que puedo hacer lo que quiera es como quitar el tapón de la bañera y decirle al agua que vaya donde le plazca. Prueben a hacerlo. A ver qué pasa."
Hornby es capaz de desposeer al suicidio de toda mística trascendente sin hacer que los personajes queden abandonados a una función de marioneta de cachiporra. A través de su perspectiva, su acento cómico, incluso ácido a veces, parece ilustrar que las cosas más cotidianas quizá son las más dolorosas, las que dan más razones para aplastar un cigarrillo antes de haber consumido la mitad o desconectar todas las alarmas de la mañana. Pero del mismo modo puede llevar la situación a lo caótico, a lo esperpéntico provocando una carcajada agradecida, en mitad de un ningún sitio o tiempo en el que viven personajes que, sin aguantarse entre ellos o importarles lo más mínimo que alguien tire de la cadena y el planeta se cuele por un sumidero cósmico, saben que no tienen nada mejor que hacer que estar allí. Y pararse; y mirar; mirarse. tranquila o alocadamente. Y maldecir, callarse, tomar café, inventar imposibles historias acerca de ángeles con caras de actores famosos o, simplemente, irse de vacaciones.
Aunque sea con los pies al borde del abismo.
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