Recuerdo que una vez me regalaron un pequeño jardín zen en un
tupperware de cristal ignífugo. En la tarjeta se podía leer algo parecido a
kit antiestrés para cantantes neuróticos. A pesar de la evidente sorna y mofa que hacia mí había en los autores de la idea, no pude tomármelo a mal ; los desórdenes de todo ámbito y ubicación que me acompañan se vieron durante no pocos momentos aplacados, al tiempo que reconvertidos en pequeñas figuras, siluetas, desiertos de bolsillo con dunas de felino en reposo, o aguas figuradas en encuentro.
No dudo que me haría falta algo más que esto -pongamos un subfusil patrocinado por mi buen A**- si las navidades durasen todo el año. Me imagino que la combinación de cenas de navidad, sorteos, y el maremágnum de voces, sprays de nieve artificial y sistemas públicos de amplificación de villancicos en camiserías, restaurantes pakistaníes, y mutuas de seguros, son un cóctel demasialdo cargado para mi.
Aunque no he perdido opción de pasear y pasar por mi librería preferida llena hasta la bandera, para regocijo, imagino, de sus dueños, y para cierta complicación del que escribe. Tampoco he querido desentonar de todos los que se apelotonaban sobre el pequeño mostrador y, al llegar mi turno, he pedido, no sé si con más ironía que amabilidad, que me envolviesen mis compras para regalo. Al fin y al cabo... ¿no son los propios regalos un acierto casi seguro?
¿Todo esto al caso de qué?
He comprado y comenzado a leer
El puente que cruza la luna, de
Tess Gallagher. Todo lo que sabía de esta mujer es lo que lei en el prólogo de la obra poética de Carver y que supervisó gran parte de su genial obra. Pero eso ha sido más que suficiente. Más en estos dos últimos años, en los que Ray Carver -discúlpeseme la confianza- ha sido línea contínua, intermitente, de paso, de una carretera compleja y nocturna de
lecturas para sobrevivir, por muy irónico que esto suene, tratando lo que se trata.
El libro se anuncia a sí mismo en la contraportada como
"un homenaje íntimo al marido muerto: al hombre galvánico y contradictorio que fue Raymond Carver". Esta presentación me hizo desconfiar de primeras: Demasiado presente el nombre del esposo para hacer atractiva la obra, al igual que en la previa "Carver y yo" (Bartleby Editores 2007), con lo cual, debería haberlo dejado pasar, pero la reflexión me llevó por derroteros más simples. ¿Cuál es el problema?
¿No era acaso eso lo que yo andaba buscando? No me acerqué a ese volumen buscando a Tess Gallagher, sino buscando a Raymond Carver, buscando ahondar más en las profundidades del hombre; buscando al autor de
De qué hablamos cuando hablamos de amor, o de la disección más fríamente precisa que he podido asimilar del miedo:
(poema completo en el enlace) Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
(...)
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
(...)
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
(...)
Una vez aclarado eso, dejé mi reticencia inicial de lado y me dispuse a ojear en el rincón de estanterías que los compradores de diciembre evitan, el volumen referido. Y aquí encontré el punto definitivo que me hizo llevarme el poemario bajo el brazo y bien envuelto junto al consabido marcapáginas que siempre me dispensa la casa: El poema inicial que abre el conjunto:
Sí
Ahora somos como aquel montón mate de arena
del jardín del Pabellon de Plata de Kyoto
diseñado para revelarse sólo a la luz de la luna
¿Quieres que esté de duelo?
¿Quieres que guarde luto?
¿O, como la luz de la luna en la arena blanquísima,
que use tu oscuridad para brillar, para relucir?
Brillo. Estoy de duelo.
Me gusta. Más allá del sincretismo de esquinas pulidas que ofrece, la idea de las luces y las sombras, de los claroscuros como reflejo de los estados anímicos o del espíritu, siempre me ha atraido. La sombra, la ausencia en este caso, como contrapartida necesaria para afirmar la propia luz, como condición indispensable. Los destellos de sombra iluminan, germinan en las páginas de
El puente que cruza la luna como el leitmotiv que permiten descubrir piezas delicadas, cuidadas.
Al igual que para el rebelde es absolutamente necesario aquello contra lo que se rebela, sin poder asumir su falta, pues eso significa
su propia ausencia, las oscuridades y las luces procesan necesidades recíprocas; insalvables; abocadas. Como una sentencia primigenia e irrecurrible, inscrita en personas y cosas. Volviendo a leer este comienzo, ya en casa, me ha venido a la mente otro texto, perteneciente a un libro que he perdido ya dos o tres veces en préstamos o en el mano a mano, y al que guardo espacios reservados, cajas de seguridad de esta mala memoria. El libro se llama
La noche le es propicia, y el poema en cuestión
Para que habite entre su luz:
Todo el mundo es luz y sombra
pero a él la sombra le siguió
más que la luz y oscurecía
de igual modo un suceso alegre
que el reposo entre dos abrazos.
Ese aire gris sobrevolaba
sus pensamientos día a día
y le acosó por los jardines
por los hoteles y sus camas
manteniéndole prisionero
del insomnio y la soledad.
Sólo el humo de un cigarrillo
o la ebriedad o la pasión
le apartaban ciertos momentos
de una suerte sin caridad.
Por eso ella le acompaña
cuando bebe y respira el humo
y le desviste y se desviste
para que habite entre su luz.
En
La noche le es propicia (Lumen, 1992) José Agustín Goytisolo cuenta la historia de dos personajes encontrados en cualquier ciudad, y su relación durante una noche. Dos personas más definidas por rasgos como la luz o la sombra que por sus propias características físicas, perfectamente trazadas en un ejercicio poético tan perfecto como tangible. Entendemos por sinestesia una sensación subjetiva de correspondencias entre sentidos diferentes: "Todo el mundo es luz y sombra", dice el primer verso. Los claroscuros de los personajes son palpables, besables, audibles, visibles. Y envuelven y separan sus luces y sus sombras creando mareas de claridad y oscuridad que luego vuelven a desaparecer.
Tal y como ocurre con los personajes que conocemos o con los que nos identíficamos ante el espejo, seres luminosos que precisan esa oscuridad abismal para ser simplemente ellos. Tal y como ocurre con los silencios o o las palabras mudas; con los nervios descontrolados que encuentran la calma en los espacios en blanco y su disposición delicada en las hojas.
Como con los perfectos jardines zen en recipientes de comida congelada.
Créditos de la imagen inicial aquí.