Navidades. Y los refugios antiaéreos cerrados.
Definitivamente no es mi época del año preferida.
Doy vueltas. Todos los días. Salgo a la calle tosiendo y con casi seiscientas canciones en el bolsillo de la chaqueta. Con billetes de viaje cancelados; billetes de viaje que han perdido la anotación de destino. Invalidados, quién sabe, por razones celestes o sulfúreas. Pero de un tiempo a esta parte sueño con viajes que hice, como dice la canción, en otro tiempo, en otro lugar. Tengo alguna dificultad para dar con el lugar o lugares a los que me dirigía, pero recuerdo los viajes, las ventanillas de autobuses y trenes extendidos en la noche hacia algún sitio inexacto; tal vez era lo menos importante. Se trataba de carreteras silenciadas siguiendo una cadencia concreta y uniforme. Es ahí donde estaba la calma; en cierto modo, la belleza. Pero ocurre lo mismo que con las imágenes a través de la ventanilla: las he perdido en un ritmo que no podría definir... se me han quedado atrás. Pies que llevan al mismo sitio. Vistas desde lo alto de los edificios. Ahora mis viajes están sólo aquí.
Casi perdido. La ciudad se pierde en mi cabeza y yo pierdo las páginas de los libros y los nombres de las calles. Pierdo las postales que no voy a recibir y las cartas en sobres apaisados. Pierdo los puntos de vista que guardé para estos casos; las ganas que nunca he tenido de llamar por teléfono, los diez céntimos sueltos para pagar un café sin molestias; las pastillas y la llave del estuche que no solía cerrar. Los lápices afilados, el rastro de las farolas que se persiguen, las ganas de agradar, los sombreros, la paciencia. Los mapas del suburbano y las nociones de Venecia. Pierdo una pila pequeña y, a veces -muy pocas-, también los miedos. Todo como un movimiento pequeño y cadencioso. Como adentrándose en carreteras o raíles en bruma.