He encontrado guardada, en los archivos de la noche de los tiempos esta entrada escrita y preparada para iniciar; supongo que debió quedarse olvidada, como el propio blog, por dejadez. Tal vez no es el título más indicado para la primera entrada de un cuaderno; pero no pude dar con ninguno más adecuado que el que cierra la colección de poemas en prosa de mi siempre presente Charles Baudelaire. El Spleen de París, al igual que en Las Flores del Mal recorre desde los más colosales a los más ínfimos recodos de la existencia. Toda la belleza encontrada en donde nadie puede encontrarla; esas son las flores de las que hablará el poeta. Condenado y liberado. Sube a mirar, desde la montaña, la ciudad. La ciudad que conoce, que lo hace ser lo que es; ciudad ilimitada, maldita, eterna, ciudad vampiro y ciudad ideal aparece y se recrea a su mirada.
A la mirada de su cuaderno.
Épilogue
Le coeur content, je suis monté sur la montagne
D’où l’on peut contempler la ville en son ampleur,
Hôpital, lupanars, purgatoire, enfer, bagne,
Où toute énormité fleurit comme une fleur.
Tu sais bien, ô Satan, patron de ma détresse,
Que je n’allais pas là pour répandre un vain pleur ;
Mais comme un vieux paillard d’une vieille maîtresse,
Je voulais m’enivrer de l’énorme catin
Dont le charme infernal me rajeunit sans cesse.
Que tu dormes encor dans les draps du matin,
Lourde, obscure, enrhumée, ou que tu te pavanes
Dans les voiles du soir passementés d’or fin,
Je t’aime, ô capitale infâme ! Courtisanes
Et bandits, tels souvent vous offrez des plaisirs
Que ne comprennent pas les vulgaires profanes.
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A la montaña he subido, dichoso el corazón. / Desde allí, enteramente, puede verse la ciudad: / Purgatorio, lupanares, infierno, hospitales, prisión. /Toda desmesura florece allí como una flor. / Y tú ya sabes, ¡Oh Satán!, dueño de mi aflicción, / Que no subía a derramar lágrimas vacías, / Sino que, como viejo lascivo con su vieja amante, / Así quería embriagarme de la enorme ramera / Cuyo encanto infernal rejuvenece mi vida. / Ya sigas dormida entre las sábanas del amanecer, / Pesada, oscura, resfriada; o ya te engalanes / Con los velos de la noche recamados de oro fino, / Te quiero, ¡Oh infame capital! Vosotras, cortesanas, / Y vosotros, bandidos, a menudo brindáis placeres / Que el vulgo profano no sabe comprender.
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